La realidad se reduce sólo a eso:
extremidades frías de reloj y aliento
estancado en la memoria de los callejones.
Escalan sedosas e incontables cristaleras:
se elevan al cielo para reproducirse,
junto al humo negro y pardo
como el velo de un cáncer.
Sólo hace falta fijarse
en la acera amarga
(punto de referencia establecido
al abrirse el día, paso sobre paso)
mientras esquivamos
el camión que se acerca,
el excremento del perro,
al hombre impropio:
engranajes subcutáneos de una máquina
que hila sin saberlo.
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